lunes, 7 de octubre de 2019

Bajo los cielos de curumo

 


Los cielos de curumo es el título de la más reciente novela de Juan Carlos Chirinos. Esta inquietante historia inicia con un viaje en el sur del país y culmina en el norte, en una Caracas donde la oscura sombra de los zamuros, que ha escoltado la larga travesía de Osiris, se ensancha de manera pavorosa. Es significativo que, además de la presencia de las aves carroñeras, Osiris perciba un olor de avellana podrida. Esa pestilencia la acompaña a lo largo de su estadía en el país y se funde con el paisaje donde los carroñeros aguardan imperturbables hasta que la desesperanza aniquile el latido de los corazones.
Una de las tantas lecturas que ofrece la fina urdimbre de esta historia, es la sempiterna danza de Eros y Thánatos, arcanos fundidos con la luz y la sombra que encarnan la fuerza vital de la vida y la desmesura escalofriante de la muerte. En Los cielos de curumo Eros bulle en la música de Totto y Mauro, en el piano de Pau, en el arte, en el Ávila como un amante exultante sobre la ciudad, en los sueños, la ilusión y los deseos. Mientras tanto, Thánatos abre las esclusas de la montaña y sus aguas caudalosas inundan y ahogan todo a su paso. Su potencia telúrica se transforma en vaguada que deja a su paso un olor de avellanas descompuestas y un rastro de alas negras hendiendo el cielo grisáceo de Caracas.
Osiris, emisaria de insondables proyectos que viene del otro lado de la frontera con su nombre de dios fragmentado e incompleto, se transfigura en metáfora del dolor cuando seduce a Celestia (cielo azul resplandeciente) durante una noche lluviosa. Allí una sombra irrumpe y se abalanza sobre ellas, sembrando el espanto. Al tiempo que las mujeres huyen de la oscurana, el persistente olor de avellana pútrida flota en el ambiente enrarecido y se fusiona con la silueta que surca los cielos de Caracas. Su sombrío aleteo muestra al psicopompo, figura tutelar que anuncia la muerte y la descomposición de la carroña.
Los cielos de curumo dan cuenta de una ciudad ruinosa, sumida en la anarquía y el miedo, una ciudad convulsa que sobrevive al borde de la miseria y la burocracia de hombres y dioses atrapados en la pestilencia de avellanas putrefactas. Este fruto, símbolo de la magia y la fertilidad, al estar corrompido representa valores opuestos como la incontinencia, la lujuria, la repulsión, y el (des)encantamiento. Cuatro aspectos siniestros que pueden desarticular a cualquier sociedad, porque el símbolo une y el diábolo desune.
Desde este enfoque simbólico vemos a Osiris, Paulina, Celestia, Iannis, y Bárbara como mujeres hermosas y oníricas, arrastradas por fuerzas salvajes y desconocidas que se apoderaron de ellas, quienes batallan para deslastrarse del quebrantamiento que hunde sus vidas.
Juan Carlos Chirinos nos ofrece una metáfora formidable de un país que se debate entre las fuerzas que lo han desgarrado durante una larga noche lluviosa, la negra noche del alma venezolana. Es hermoso el acercamiento magistral mediante las mujeres que van descorriendo velos para mostrar las heridas del cielo hendido, del Ávila, de la ciudad pestilente y miserable. Ellas son vasos comunicantes con lo arcano y la palabra, rosa de los vientos que señala otros amaneceres abriéndose paso en el insomnio, en los túneles donde hay un dios secundario que las cuida.

Les Quintero
Cueva de Montesinos, octubre de 2019


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